Dobla la
carta por fin. Lleva más de media hora de pie, siente las manos frías y los
pies calientes. Besa la carta, la vuelve a desdoblar, la besa, la huele, la lee
de nuevo, la dobla y la guarda en el bolsillo. La acaricia con la mano derecha
y sigue ahí de pie. No se atreve a moverse, por miedo a que el momento
desaparezca. Juega con ella entre los dedos. Las bicicletas sortean montañas de
nieve virgen, gorros de lana de colores, manitas de niños en guantes demasiado
grandes, sonrisas nórdicas, cabellos rubios, blancos, brillantes. No recuerda
cómo ha llegado al ascensor, sólo siente que sonríe, sólo repasa
mentalmente cada palabra. En el ascensor se fija en la letra, en el rellano en
la puntuación. Abre la puerta con dificultad, al ver las lagrimas cualquiera
diría que está triste, pero es feliz. Es feliz y tiene frío.
La calefacción le ofrece un abrazo, quitarse la chaqueta una caricia, la
taza de té que espera en la encimera un beso. Se agarra a eso, a eso y a la
carta. Se desnuda en la cama y vuelve a leerla, vulnerable, con todas las
cortinas corridas. La lee en silencio y en voz alta, del derecho y del revés,
empezando por la última palabra y avanzando inexorable hasta el encabezado. La
lee y la memoriza, la recita, la canta y la grita. Llora mientras la abraza y
finalmente el sueño le gana la partida. Despertará en unos minutos y todo se le
antojará un sueño, desnuda en la cama con un papel arrugado entre sus manos, de
letra inconexa y rápida, trazos finos, cincelados en su alma, aún no lo
entiende, lo siente, le quema bajo cero, cree recordar pero no entiende. Se
levanta y se viste, hará su vida hasta la mañana siguiente, o la semana
siguiente, nunca lo sabe con certeza, no pregunta, no se inquieta, no lo
entiende. Sólo sabe que otra llegará pronto, y con eso respira, se inspira y,
lentamente, empieza a preparar la comida.
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