Despertó con la primera
luz del día que se escapaba por la rendija de la persiana. Los débiles pero
constantes repiqueteos en el alféizar confirmaban las previsiones de tormenta y
tuvo la sensación de que miles de agujas le recorrían el sistema nervioso,
terminando con un hormigueo en la nuca que se apresuró en aliviar con las yemas
de los dedos. Con ojos legañosos echó un vistazo a la habitación que se le
antojó inmensa. Ninguna nota, ningún beso empañando los cristales como
despedida. Una grieta en la pared atrajo su atención y la mirada fija le
permitió divagar sobre la noche anterior. Una lágrima caprichosa lamió su
mejilla izquierda, blanca y fría como el mármol de Carrara. La sangre, otro
escalofrío, el dolor, las lágrimas serpenteaban como la lluvia en su ventana.
Se levantó, tiró de la
sábana manchada con cierta rabia e hizo una pelota con ella. Salió de la
habitación dando zancadas desordenadas y se dirigió al lavadero. Al oír un
ruido metálico se asomó a la cocina, sonrió, tiró al suelo la prueba de su
inocencia y se lanzó a los brazos de su hombre que, desnudo de cintura para
arriba, se peleaba con las sartenes y la pulpa de la naranja.
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